domingo, 10 de julio de 2011

LA TRAMPA DIALECTICA DE LOS QUE QUIEREN ARRINCONAR AL MAS ARGENTINO DE LOS CHARRUAS DE HOY





OPINION

VICTOR HUGO MORALES Y LOS MISERABLES

Por Gustavo Cirelli. Tiempo Argentino

Entre andrajosos y desposeídos, o avaros y mezquinos pendulan, a groso modo, las acepciones posibles y ligeras de la palabra miserables. Por Víctor Hugo, claro, un significante antojadizo se posa en dos imágenes: la de aquel dramaturgo que talló la literatura francesa del siglo XIX, o la de este charrúa más accesible para el porteño de pie que descubre en su voz, con sencillez, la complejidad de narrar mundos diversos con el uso adecuado de la lengua castellana. El primero quedará para el paladar de críticos literarios o del buen teatro. El segundo, en tanto, ese que se apellida Morales, merece la atención de estas líneas.

Hoy cierta polifonía monocorde se atrinchera en el discurso único para empujar a Víctor Hugo Morales al destierro del desprestigio. Empujan y no lo mueven. Y empujan por una única razón: un buen día dijo que ya no pensaba algunas cosas como las pensaba antes. Y a la vez resaltó, aun más, otras en las que siempre creyó, incluso, cuando nadie se animaba a sentarse frente a un micrófono o a una vieja Olivetti para ponerlo en palabras. Por ejemplo, que Clarín había clausurado sus principios periodísticos para convertirse en una maquinaria voraz de negocios e intereses que harían hundirse en la vergüenza hasta al mismísimo Roberto Noble.

Víctor Hugo, indudablemente, cambió. Y cuando lo hizo se desplegó ante él la ira de los dioses del selecto parnaso de periodistas “profesionales” más afectos a firmar autógrafos que a sostener sus propias convicciones. No se lo perdonan.

A Víctor Hugo se lo critica por lo que dice. Pero por mucho menos de lo que se dice de él, si no fuese él, cualquier asociación de periodistas que abraza la defensa de colegas hubiese salido al ruedo, con algún manual de ética como escudo, a denunciar una feroz campaña de desprestigio sistemático contra la figura de un profesional que cada mañana desde un estudio de radio Continental sostiene, casi en soledad, un discurso contrahegemónico. Por eso lo atacan. Porque su voz incomoda. Porque su voz, –y otras pocas, fuertes voces, que se pueden escuchar en pocas radios, como la AM de las Madres de Plaza de Mayo, la Cooperativa, Nacional, o los sábados a la mañana en La Red, con Eduardo Aliverti– rompe el coro comunicacional establecido.

Hay posturas de Víctor Hugo que irritan, que provocan, en particular, a aquellos que nunca pudieron acostumbrarse a ser provocados porque nunca, en verdad, lo habían sido antes. Víctor Hugo pateó el hormiguero del status quo: un día osó decir que consideraba positivo que el Estado hubiese recuperado la iniciativa en algunos temas, que festejaba que aquella Ley de Medios escrita con tinta genocida haya sido sepultada por otra que surgió de la discusión en foros de la Democracia; que celebró que el fútbol televisado dejase de ser un coto millonario de Clarín y fuese para todos. Roza la locura sólo recordar que ver por tevé el deporte más popular por excelencia en la Argentina haya sido durante años un lujo para los laburantes, inalcanzable para los desclasados, humillante para los desocupados. Dijo Víctor Hugo, también, que apoyaba que las jubilaciones y pensiones volvieran a manos del Estado y se puso de traste a una porción de jugosos anunciantes, los señores de las AFJP, poderosos señores. Dijo, una mañana, Víctor Hugo que respaldaba la Asignación Universal por Hijo. Otro pecado de este uruguayo entrometido. Imperdonable. Pan para la mesa de los miserables, de una de las acepciones de miserable, claro. La otra, siempre disfrutó de untar su pancito caliente con rico dulce para empalagar su paladar.

Atacar a Víctor Hugo es atacar lo que Víctor Hugo dice hoy. Muchas de las cuestiones que ahora se le reprochan son las mismas que hizo, seguramente, desde que sus metáforas futboleras inigualables lo encumbraron en quien es. Pero antes, cuando dibujó en el aire, en segundos, aquella definición perfecta y emocionante de la belleza, para llanto propio y ajeno, y clavó en la memoria de un pueblo su “barrilete cósmico” no era un personaje que despertase recelos entre poderosos y sus escribas afines. No. Era simplemente un relator. Era monumentalmente un relator. Y lo sigue siendo. Sus detractores de hoy ignoran, porque la propia necesidad de pretender esmerilarlo así se los impone, que aquel relator, cuando el micrófono se silenciaba, supo acercarse a luchas y demandas que en otros años no fueron tan convocantes como en el presente.
Estela de Carlotto o Hebe de Bonafini saben que este tipo que fue parido en 1947, en Cardona, un pueblito del interior de Uruguay, estuvo a su lado cada vez que Madres y Abuelas lo necesitaron. Lo dijo Estela y lo dijo Hebe. Lo asombroso es que hoy, muchos de los que no le perdonan a Víctor Hugo haber dicho públicamente que una mañana lo llamó, en privado, Néstor Kirchner para explicarle cómo y por qué había comprado dos millones de dólares, y que él, el relator, le creyó al ex presidente, son los mismos que alguna vez se mostraron junto a Madres y Abuelas y que ahora silencian su lucha, por ejemplo, en el caso Noble. Qué necesidad pudo esconder un tipo consagrado, de vida exquisita, como Morales, para haber hecho pública aquella conversación privada con Kirchner. En qué lo benefició contarlo. Fue otro pecado imperdonable para un periodista curioso y trashumante, que pasa en pocas horas de trasmitir desde la Lucila del Mar a un hotel en el corazón de París. De la ópera de Nueva York a entregarle un premio a Hebe, en La Plata.

Cuando un coro de parlanchines ataca a la vieja de pañuelo blanco, él decide sentarse a su lado y abrazar a la Madre. Es de imaginar que nada de eso le redituó un peso a su cuenta bancaria. El mismo tipo que, es sabido, rechazó ofertas de varios miles de dólares para sumarse a las transmisiones de Fútbol para Todos u otras propuestas televisivas antes de aceptar la conducción de su ciclo dominical por el 9, Bajada de línea; ese al que ahora sus contendientes mediáticos creen que descalifican al definirlo como simple locutor o relator, como si eso por sí mismo connotase de manera negativa.
De la predisposición que Víctor Hugo ha tenido y tiene hacia Tiempo Argentino, de su generosidad puesta en actos pueden dar fe, por caso, los editores de la sección Deportes. Más de una vez, –casi siempre, en verdad–, Morales encuentra los minutos justos después de una transmisión futbolera para poder cumplir con la obligación que contrajo con este diario. Despliega del otro lado de la línea telefónica, sin bocetos, sus columnas en directo. De un tirón. Perfectas. Nunca falla, no sólo a su sintaxis, sino a su palabra. Y también se puede dar fe desde el diario que no es por dinero que Víctor Hugo pone su firma en Tiempo. Morales es un profesional caro, así lo dice y lo repite, pero este no es el caso. Su generosidad con este proyecto periodístico se refleja en gestos que parecen pequeños, como fue, días atrás, dedicarle minutos de su programa matinal a leer y elogiar una crónica sobre el estadio de Colón de Santa Fe –donde jugó la Selección y su contexto social, nota escrita por Ezequiel Scher, uno de los periodistas más jóvenes de este diario.

Pero tuvo otros gestos Víctor Hugo que no han sido, por cierto, nada pequeños. Desde Tiempo se impulsó la solicitada, firmada por más de 1000 periodistas en la que se denuncia a los verdaderos intereses y personajes que atentan contra la libertad de expresión en el país. El texto le fue entregado en mano a Gonzalo Marroquín, titular de la Sociedad Interamericana de Prensa –SIP–.

Víctor Hugo lo avaló, como tantos, con su firma. Y no sólo eso. Ese día, a las 7 de la mañana, en que el escrito se le entregó en mano a Marroquín, Morales estuvo ahí. Es obvio que no lo hizo por unos segundos más de notoriedad. No los necesita.
En 2008, la Academia Nacional de Periodismo lo incorporó a su elenco célebre. Él aceptó con orgullo. En marzo de 2011, con el mismo orgullo, renunció. Entre una decisión y otra, en el país algunas cosas cambiaron: irrumpió el Fútbol para Todos, se agudizó el enfrentamiento entre un gobierno elegido democráticamente y el emporio mediático de Héctor Magnetto, y se sancionó la Ley de Medios. Morales acompañó ese proceso. Marcó sus contradicciones en el aire de Continental. Cambió. Y no se lo perdonan.

El establishment periodístico puede aceptar en su club a editorialistas del terrorismo de Estado, a ex jóvenes brillantes que no ahorraron elogios a Videla, o a periodistas militantes de sus tandas publicitarias –¿dónde se encuentra mejor reflejada la línea editorial de muchos colegas sino en las publicidades de sus propios programas?
Estas líneas quieren destacar la figura pública de un colega, que entre sus actividades, trabaja en el diario. Porque a Víctor Hugo, vale repetirlo, lo atacan por lo que dice. No por ser un profesional que vive de su trabajo y que como tantos otros sabe cotizar muy bien su labor.

A Víctor Hugo no le cuestionan, en el fondo, de quién es el carbónico del talonario de facturas cuando cobra por alguna conferencia o charla que da por ahí. Porque es lo mismo que han hecho y hacen tantos otros periodistas que son sus propias pymes. Algo que, por supuesto, no está penado por la ley. No. Lo que subyace en la crítica contra él pasa por la instalación de un concepto: Morales se vende, y si se vende el valor de su palabra es relativo. Algo así como el abrazo del oso: todo es lo mismo. Y todo, y todos, no es ni son lo mismo.

Intentar arrinconar a Víctor Hugo en un enojo que lo obligue a dar explicaciones de sus decisiones contractuales es una trampa. Un dilema profesional y ético: Morales es el mejor en lo suyo cuando relata un partido, y es, a la vez, un periodista de presencia superlativa cuando opina sobre otros temas, se esté o no de acuerdo con él, desde hace tiempo no es fácil eludir su voz pública. El Víctor Hugo de hoy es la síntesis de su dilatada historia. Decir que se vendió habla más de quienes lo dicen que de él. Detrás de la descalificación personal se agazapa la carencia argumental para confrontar ideas.

La trampa dialéctica pasa por exponerlo a Morales a que sea él quien deba dar explicaciones de sus importantes ingresos, que responden a su indiscutible capacidad profesional, pero que en un país repleto de miserables, –de los unos y sobre todo de los otros– no es más que una lapidación en el paredón de la antipatía social. Es inmoral hablar de dinero delante de los que nada tienen. Es de esperar que Víctor Hugo, el más porteño de los charrúas de hoy, un dandy de la palabra y la erudición, siga gambeteando rivales frente a un micrófono y que deje el enojo atragantado en la impotencia de los otros. Ya lo dijo Diego Armando Maradona: “Yo lo banco.” Y Diego sabe de qué habla.

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