sábado, 7 de mayo de 2011

De la vida sentimental de Eva Duarte





DE “LA VIDA SENTIMENTAL DE EVA”

“RECOSTADA EN UNA CAMA ORTOPEDICA, EN EL PRIMER PISO DE LA RESIDENCIA PRESIDENCIAL, A LAS 18,46, EVA DUARTE COMENZABA A LIBRAR SU ULTIMA BATALLA. A LAS 20.25 LA PERDIO”.

“LOS DOMINGOS POR LA CALLE RIVADAVIA...LIMPITAS Y APENAS MAQUILLADAS, CON LAS POLLERAS A MEDIA PIERNA, LAS DUARTE PASEABAN DEL BRACETE POR DELANTE DE LOS MUCHACHOS...EVA NO QUERIA SER COMO ESAS OTRAS. “YO ME CASARE CON UN PRINCIPE O UN PRESIDENTE”, SOÑABA.

“A LAS 10 Y MEDIA DE LA NOCHE DE ESE 26 DE JULIO, PERON ORDENO LLAMAR A LA FIEL COLABORADORA QUE VISTIO SIEMPRE A SU ESPOSA. LA MUJER A TODA VELOCIDAD, LOGRO CON MAESTRIA ADAPTAR UN MODELO DE RASO BLANCO, DEL DISEÑADOR JACQUES FAHT, A LOS TREINTA Y UN KILOS QUE DEJO EVITA SOBRE SU CAMA”





Del libro “Vida Sentimental de Eva Duarte”. María Sucarrat. Editorial Sudamericana
(...) Eva vivía turbada e inconforme. Era, a decir de los vecinos, la más bonita de las Duarte aunque las mujeres que admiraba en las páginas de la revista Sintonía no eran como Juana. No como Blanca, Elisa o Erminda. Eva quería ser como esas otras, las de las fotos. Norma Shearer quería ser. Y en Junín no podía. 
“Yo me casaré con un príncipe o con un presidente”.

Los primeros ensayos del porvenir fueron los domingos en la calle Rivadavia. Limpitas y apenas maquilladas, con las polleras a media pierna, las Duarte paseaban del bracete por delante de los muchachos. Algunas veces caminaban cuatro cuadras hasta la estación de trenes para ver bajar a los que llegaban de Buenos Aires. Otras, hacían puerta en el Club Social. El salón de baile Víctor Hugo estaba prohibido para ellas. Era demasiado caro y Juana no podía pagar entrada para todas las hermanas. Los domingos había misa y no había cine. Sí los martes, a la salida de la escuela, la Catalina Larralt de Estrugamou. A 30 pesos las tres películas –50 menos que el resto de la semana– en el Roxy o en el Crystal Palace. Y los domingos se volvían importantes porque Eva imitaba a la actriz que el martes anterior la había conmovido. (...)

Las vidrieras con los vestidos traídos desde Buenos Aires las sabía de memoria. Las sufría a cada una. Con suerte, la Juana podía copiar el modelo pero nunca el género. Y sí, con géneros buenos la ropa caía distinta. Y Eva se daba cuenta. En la esquina de la plaza, alguna vez por mes, compraba Sintonía o Mundo Argentino o Antena o Radiolandia. Las elegía por la tapa. En la tapa había mujeres. Las estudiaba con paciencia, las imitaba, a solas, con fervor.

Aunque sus clientas la llamaban “la viuda de Duarte”, el prontuario amoroso de Juana Ibarguren había trascendido los límites del escuálido y polvoriento asentamiento de Los Toldos. Su fama se mudó con ella y el respeto se quedó allá. En Junín tuvo amantes nuevos y en poco tiempo las vecinas prohibieron a sus hijas jugar con Evita. Juana sabía bien que los rumores sobre su vida habían llegado ya desde Los Toldos. Pero no le importaba. “No hagan caso de lo que dicen”, decía a sus hijas. “No hagan caso nunca”. Y Eva se encontraba a escondidas, en una esquina o detrás de algún árbol, con su mejor amiga Elsa Hilda Sabella. Su hermano Mario, mientras las miraba jugar, se moría de amor por Eva.

Una vez a la semana, Primo Arini, dueño de la única casa de música en Junín, organizaba una audición. La gente del pueblo solía recitar poemas o cantar alguna canción. Los artistas que participaban en “La Hora Selecta”, auspiciada por Arini, eran escuchados por sus vecinos a través de un altoparlante. Eva tenía tres caballitos de batalla: Una nube, Muerta y El día que me quieras. Todas las semanas, de siete a ocho, al caer la tarde, su voz finita se oía al por mayor. Embelesado, enamorado, Mario se ubicaba en la primera fila:
“El día que me quieras tendrá más luz en junio. La noche que me quieras será de plenilunio”.

Cuando recitaba, Eva se sentía ajena a todo y en cada estrofa empezaba a darle forma a su revancha. No se quedaría en el pueblo, no sería maestra ni cocinera, ni ama de casa. La vida de su madre, la de vivir de lo que le daban y trabajando como una bestia, no la quería para ella. Eva saldría de allí, de ese lugarcito. De una forma u otra lo iba a hacer realidad. (...)

Recostada en una cama ortopédica, en el primer piso de la residencia presidencial, a las 18:46, Eva Duarte comenzó a librar su última batalla. A las 20:25, la perdió.
La radio comunicó: “Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo argentino que a las 20:25 ha fallecido la señora Eva Perón, jefa espiritual de la Nación”.
A las diez y media de la noche, Juan Domingo Perón mandó a llamar a una fiel colaboradora de su difunta esposa: “Asunta, usted la vistió siempre y va a tener que vestirla también ahora”. La mujer, esa noche, cosió a toda velocidad. Logró, con maestría, adaptar un modelo de raso blanco del diseñador Jacques Fath a los treinta y un kilos que dejó Evita sobre su cama.
Sara Gatti cumplió la orden. Le quitó el esmalte rojo de las uñas y se las pintó con brillo nacarado. Le costó. Eva tenía las manos endurecidas y el doctor Pedro Ara, encargado de embalsamar el cuerpo, tuvo que poner sus dedos entre los de la muerta.
Julio Alcaraz. como todos los días, le arregló el cabello. Las raíces habían crecido tanto, que tuvo que usar sustancias fuertes para devolverle a su Señora el rubio súper star.
Evita fue precavida. Días antes del 26 de julio devolvió a la casa de alta costura de Paula Naletoff, tres vestidos que no llegó a estrenar. Ya muerto, su cuerpo estaba en la línea de salida de un derrotero inimaginable. Tan arduo y casi tan largo como el que había hecho en vida. No lo sabía antes de morir pero lo intuyó. Por eso quiso estar impecable, como en vida. Y lo hizo.

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